sábado, febrero 20, 2010

Recuerdo con vaguedad el día que alguien me aseguró con pleno convencimiento que el demonio camina sobre nuestro mismo suelo. Era una señora, de las que va a misa con frecuencia y reza el rosario a diario. La evidencia era muy sencilla: nadie puede ser malo por sí mismo y había mucha maldad en la calle, más de la que cualquier maltrato o mala cosa que pudiera pasarle a nadie pudiera explicar. Ergo el innombrable se ocupa de poseer a los espíritus débiles, a aquellos que no creen, ni tienen nadie que ore por ellos y los domina por el tiempo suficiente para acometer un acto oscuro y vil.
En esta batalla entre el bien y el mal es la fuerza del espíritu que cree, el último - y también el único - recurso, en contra de la evidencia, la frialdad de la ciencia moderna y la cada vez más aplastante banalidad de las instituciones. Y de allí mi admiración por la Fé a ciegas, el convencimiento estéril e improductivo, la oración muda, la piedad incorruptible ante el egoísmo y la maldad. Confirmo, con no tanta verguenza como debería, que un desafortunado desbalance entre mi materia gris y calculadora, respecto a la potencia de mi espíritu, me hacen alguien perezoso para la creencia, y más aún para el convencimiento. Incluso ante la evidencia de la superioridad cierta de mi intuición frente a mis más elaborados cálculos y elucubraciones, que con paradójica economía, hacen que la duda sea mucho más firme y menos costosa que creer.
Como cosa rara, he meditado y le he buscado más de 5 patas al gato de mi incredulidad cínica y torpe. Pudiera pensar, por ejemplo, que es un asunto de roles. Al ser yo una mera manifestación del más salvaje machismo criollo, mi espíritu estaría convencido que eso de creer y de obedecer es de mujeres; pero no de hombres. Con acercarse a una misa católica basta para notarlo: ancianas, muchas de ellas viudas, pueblan las naves de la iglesia. Los niños, la mayoría a la fuerza, se sientan inquietos y muchas veces lloran e interrumpen la ceremonia con su vitalidad explosiva y desquiciada. Si hay hombres, son ancianos, acompañando a su señora, condecendientes. O, en los casos excepcionales, donde la tragedia de la muerte de un amigo o conocido obliga presentarse, como un caballero, ante el Señor, los dolientes y los restos del difunto. En este entorno, el espíritu de un varón crece convencido de que no es actividad viril y decide renunciar a la creencia, obviando sin embargo, que creer requiere de un enorme vigor: el del largo aliento, la virtud del que vence tras 12 asaltos de sangrienta lucha contra un rival de igual categoría, no del que vence siempre en los primeros asaltos ante uno más débil.
Sin embargo, no es convincente. La lectura de ficciones, la escritura de poemas y cuentos, la incompetencia descalabrada en las actividades atléticas de todo tipo y una cobardía espasmódica hacen que el argumento del macho criollo caiga sobre suelo afilado y se despedace. En momentos de fortaleza, me alivia el poder de lo intangible, teniendo fuerzas para creer y dejando las dudas a un lado. Como aquel día que una gitana me dijo que no tenía problemas con Dios. O aquel otro que fui calificado como una persona espiritualmente reconfortante. Incluso cuando se me afirmó, con una certeza asombrosa, que tenía facultades.
Claro, la duda, amiga de la pereza, dominan mi estado de ánimo la mayor parte del tiempo y lo anterior queda relegado a un tapiz, una huella en el camino.
Esto me recuerda, azarosamente, la anécdota que cuenta de una Oficina de Asuntos Ocultos en las Repúblicas Soviéticas. Una mezcla de Stasi con Expedientes X, que perseguía a los practicantes de cualquier religión durante la era comunista, pero más curiosamente, a los practicantes de la magia y la hechicería. Era la manifestación de un autoritarismo debilucho que había volcado toda la fuerza del caudillismo mágico hacia un cientificismo fervoroso y autómata. Está claro que la tendencia latinoamericana hacia la izquierda no es tan impía, y comulga con muchos credos. Es una izquierda ególatra, que al considerase incapaz de renunciar a la espiritualidad nativa, sólo cree en sí misma. Aceptando, con una mezcla de recelo y temor, la presencia de hechiceros, sacerdotes y shamanes. En esta demagogia de saberes y creencias, muchos encuentran la explicación de la potencia de la popularidad de nuestros caudillos. Oscuros encantamientos, sacrificios y rezos; amuletos creados para la permanencia en el poder, la invulnerabilidad y el encanto de las masas de corazón enamoradizo.
Se habla, como se conversa desde que América existe, que una nueva potencia surge, el Brasil, O país mais grande do mundo. Se dice también, que Venezuela ha caído en desgracia. Pero, como quién duda endémicamente en una población de 1, debo decir que ninguna profecía ni cálculo, cuando concierne a las Américas, es definitiva.
Como decía Blasco Ibañez, en América, 2 y 2 no son siempre 4.


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