viernes, mayo 15, 2009

Otra vez el heroísmo. Pensando en héroes, pensamos en indumentarias y sin miedo alguno de sonar trillado, sino con toda la seguridad de serlo, decimos:

  • El Fantasma: Morao, con interior atigrado por fuera invocando el poder de decenas de animales africanos salvajes.
  • Superman: Peinado de medio lado con gelatina de Kriptón, con el interior por fuera y lo único que le hace daño es su propia tierra natal (suena a emigrante venezolano)
  • Pedro Picapiedra: Glotón empedernido, no sabemos si prefiere maltratar a Vilma o a Pablo.
  • Hombre Araña: traje ajustado al cuerpo, mala imagen pública y cuando termina de levantarse a Mary Jane la abandona sistemáticamente debido a su adicción al trabajo
  • Presidentes: gracias al Cielo usan el interior por dentro. Tienen el poder de convertirse en villanos luego de la campaña electoral.


Y por supuesto, no podríamos dejar a un lado en esta entrada caótica el temblor. ¿Lo recuerdan? ¿14 temblores en un solo día? La gripe porcina. ¿Recuerdan? ¿El fin del mundo?

Bueno, sin duda han sido semanas distintas, sin embargo, cuesta decir que la experiencia de vivir estas últimas semanas ha sido demasiado diferente a la vivencia de las cien anteriores. Al menos en lo que concierne al fin del mundo, que se ve igual de lejano y cercano al mismo tiempo.

Pero si algo aprendimos durante nuestra infancia, es que es importante tener el interior por fuera si quieres hacer algo importante frente a un cataclismo o un villano de proporciones catastróficas. ¿O eso es estrictamente accesorio?

Las nuevas generaciones conocen otro tipo de héroes. Héroes que se conocen entre sí, que no conforman ninguna Liga o Salón, pero que se convierten en villanos de vez en cuando, no son solventes en sus relaciones familiares, algunos son incluso incompetentes para tratar con la gente en general y sus poderes no están justificados siquiera en lograr un bien mayor sino en prevenir que ellos mismos se conviertan en el siguiente cataclismo.

En la era de la autoayuda el peor cataclismo es la autodestrucción.

Recientemente he estado involucrándome de nuevo con la psicoterapia. Particularmente con la dinámica, que siempre me resultó más atractiva a nivel teórico. Sobre todo porque es más susceptible de ser ironizada. Soy de los que se le hace imposible querer algo de lo que no puede burlarse. Eso, diría un analista, debe ser un problema de la infancia, seguramente imbricado con una perversión sexual inconfesable. Un junguiano iría incluso más allá, y podría decir que esto forma parte de la venezolanidad, de la latinidad e incluso de una parte oscura de la humanidad que proyecta sus sombras. Un lacaniano podría aducir algo respecto al anudamiento de la imagen del otro sobre el yo en la ilustración de una sonrisa imaginada no realizada en el espejo.

Viviendo el día a día, la experiencia de la caraqueñidad vuelve a hacerse trabajosa. La percusión de 4 monedas en un pote chino que se despide desde unas escaleras perturba. El aullido agotado de un mutilado a los pies de la escalera mecánica suplicando ayuda. La saliva del diablo esparcida por las vitrinas de los bulevares y las paredes inmensas de los edificios. El rictus comprimido de los transeúntes. El miedo. La angustia. La crisis. El desasosiego. El hastío. Pero luego, basta asomarse por la ventana del barco y darse cuenta de que el mar entero está podrido. No es Caracas, no es Venezuela. Es el planeta.

Desde todas las teorías, todas las creencias, hacemos lo posible por reafirmar que la Humanidad es única. Es inigualable. No puede explicarse por completo. Es impredecible, gloriosa, incomparablemente hermosa.

La pregunta es: ¿Si es así, por qué necesitamos repetirlo de tantas formas? ¿Está el gusano de la duda diabólica acechando? ¿Hay algo que nos quiere hacer creer que somos solo cosas? ¿Perfectamente predecibles, reemplazables, desechables?

Quizás la afirmación de Nietzsche respecto a la muerte de Dios no es otra cosa que la manifestación de un extravío generalizado frente a la duda de ser únicos. En medio de su locura, pudo reconocer con mayor literalidad el sufrimiento de un caballo que el de la humanidad entera. Quizás estemos tan confundidos que estemos convencidos de que tenemos que inventar, cuándo debemos desempolvar. Más que inaugurar, restaurar.

Y quizás la restauración que necesitamos no sea muy diferente de la inauguración que buscamos. Porque queremos salvarnos, pero de una manera diferente y nueva, como si eso fuera más importante que usar el interior por fuera.

De todas-todas, estamos anunciando que si vamos a desaparecer, lo haremos con todo. Si reafirmamos nuestra particularidad universal, nuestra distintiva existencia, no lo hacemos solo desde nuestras creencias que reafirman nuestra peculiaridad al ser creados, sino también para ser destruidos.