martes, abril 26, 2011


Con cierta frecuencia encuentro el presente desesperanzador y falto de sentido. Sin dejar a un lado que mis aspiraciones más básicas y fundamentales se ven inalcanzables con una periodicidad semanal.
Los libros de autoayuda me ven desde los estantes, así como los demonios acechaban a los vagabundos hambrientos en los callejones letales de la París medieval. Sin embargo, hay algo acerca de esta literatura que me frena a confiarle mis decisiones.
Lo primero, es que la gran-mayoría de los “consejos” que da un libro-de-esos raya en lo obvio. Por ende, la gran-mayoría de mis amigos puede decir algo mejor, más interesante y más pertinente. Adicionalmente, los libros no se toman cafés con uno, ni mucho menos cervezas. Y leer un libro de autoayuda tomándose un café viola todas las reglas de la lectura de autoayuda y de la vida bohemia al mismo tiempo. Para completar, la literatura uránica, por llamarle de alguna manera más breve, es autoritaria, no reconoce a los autores que parafrasea y asume una pretendida sabiduría que es intransferible-por-defecto y contribuyen a que la gente justifique su modo de ser, en lugar de ayudarlos a mejorar.
La gran trampa de la autoayuda es que da el “consejo” que estás esperando, la “respuesta” que buscabas. La literatura uránica es el equivalente al botón de posponer del Outlook, que te permite dejar para después el cambio que es verdaderamente importante. Dando a entender que uno está creciendo al tragar píldoras pseudo-psicológicas de oscura autoría.
Quizás mis prejuicios contra la literatura uránica vengan de la tristeza de la gente que lee esos libros. Y que los sigo viendo tristes, cada vez más hundidos en sus flaquezas, su falta de determinación y con su ego atrofiado sujetado endeblemente por los palillitos de las afirmaciones positivas, empapado de gotas de las flores de bach.
Yo, en cambio, ya me siento mejor.