domingo, septiembre 23, 2007

Partiendo a la tierra ícono de los dilemas, al norte de la patagonia, al sur del sur, a la tierra del flaco Menotti y del calculador Bilardo. La pampa infinita, la distancia cegadora, el acento cantao, tierra de tango, alfajores, dulce de leche y discusiones acerca de Maradona.

Una semana por allá y veremos que ocurre. Estaré reportando de nuevo de vuelta, con suerte, varias cosas divertidas. Por ahora, el nervio me deja casi en silencio.

Hasta pronto!

miércoles, septiembre 05, 2007

Hace poco más de un siglo, el prolijo Max Weber sentenció de manera rotunda uno de los usos más sofisticados del Estado: el monopolio de la violencia. El Estado, se constituye en los siglos XIX y XX en el Administrador por excelencia del daño, el secuestro, el encierro, el asesinato, el robo. Por ende, lo hace con sutileza, con leyes, con funcionarios, con agentes entrenados para hacerlo de la mejor manera.

Sin embargo, tal monopolio es perfectamente discutible. Nuestros casos latinoamericanos son claros y visibles. ¿Cuál es el Estado en nuestras ciudades? ¿Quién tiene el monopolio de la violencia?. Yo diría, que nuestra Latinoamérica se rige por un sistema de libre mercado de violencia, con alta rentabilidad y muy pocas restricciones efectivas para el mercado. Pero hay un monopolio que nuestros Estados maconderos han ido construyendo, poco a poco: el monopolio de la Improvisación.

Nuestros Estados crecen, se solidifican, burocratizan cada aspecto de nuestro ser, de nuestra actividad por una razón sencilla. No se trata de vigilancia y opresión, no es cualquier totalitarismo - ni de zurda, ni de derecha - es, sobretodo, la construcción de un monopolio sólido e indisoluble. Nuestros Estados nos apuntan con su enorme dedo y nos dicen - en voz gruesa y sonora, porque es obvio que así debe hablar un Estado, con mayúscula y monopolios - "El único que improvisa en esta vaina soy YO". Y caput, no más, plam-plam-zam se acabó. No hay posibilidad de improvisar ante el Estado. Ni el crimen, ni la ciudadanía, ni el Estado mismo en su carne caminante que son sus empleados pueden escapar de tan sencilla sentencia.