Algunas veces, sumido en la cotidianidad evito el drama como discurso. Muchas veces me niego a mi mismo a conversar o siquiera orientar un diálogo hacia el género dramático. Sin embargo, hoy quisiera darme algunas libertades y orientar estas líneas hacia un rumbo lloroso y un poco cursi…
El rostro de una niña de 10 años, sonriendo sin mucho convencimiento, más por un tenor de coquetería. Retrato impreso en papel. En blanco y negro, y letras, sólo grandes, suplicando. Una pequeña manifestación en un semáforo, cargada de luto y de impotencia. La misma impotencia se desplaza hacia el tic-tac de la luz de cruce de mi carro, desantedida, ignorada por completo. El cigarro encendido que sale desde mi ventana y deja ir el humo, que es parte indispensable de su ser, con total indiferencia. El reggaetón que vibra y hace vibrar, con su lírica lasciva, con su desenfreno de criminal fallido.
El rostro de una niña de 10 años, sonriendo sin mucho convencimiento, más por un tenor de coquetería. Retrato impreso en papel. En blanco y negro, y letras, sólo grandes, suplicando. Una pequeña manifestación en un semáforo, cargada de luto y de impotencia. La misma impotencia se desplaza hacia el tic-tac de la luz de cruce de mi carro, desantedida, ignorada por completo. El cigarro encendido que sale desde mi ventana y deja ir el humo, que es parte indispensable de su ser, con total indiferencia. El reggaetón que vibra y hace vibrar, con su lírica lasciva, con su desenfreno de criminal fallido.
Un hombre semidesnudo en un semáforo, con un letrero de cartón, anunciando su enfermedad incurable, suplicando por ayuda, y el limpiaparabrisas que solo atiende a la llovizna. Un niño, sin camisa, cerca de otro semáforo, con el torso expuesto. Mendigando, mientras enseña cicatrices de una infancia que probablemente nunca se transforme en otra cosa.
Caracas suplica, Caracas desespera. Pero el cigarrillo siempre dejará que parte de sí se vaya…